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viernes, 21 de septiembre de 2012

La Azotea


Era como si me hubieran puesto en la puerta del edifico más alto de Nueva York. Mirando las escaleras me parecía imposible llegar arriba, pero respiré hondo y me convencí a mi misma de que debía llegar al último piso, a lo más alto, sin importarme el tiempo que me iba a llevar. 

Sin esperar más subí el primer escalón, el segundo, el tercero… Cuando me di cuenta, ya había dejado atrás dos o tres plantas y no me había costado trabajo alguno. 

Los siguientes pisos los pasé casi sin enterarme, estaba a gusto, me encontraba bien. En cada planta había muchas puertas, muchas no se abrían, pero otras sí, de ellas salían personas fantásticas con las que yo me paraba a hablar y a descansar del esfuerzo. Algunas me invitaban a su casa y me daban una taza de café, otras sin embargo, me daban un vaso de agua en el descansillo para apagar mi sed en el duro camino. También tengo que reconocer que de algunas puertas salía gente mala a ponerme la zancadilla, alguna vez me caí, pero yo me sacudía la ropa con las manos y sin mirar atrás seguía subiendo escalones.

Pasaron años, sí años, pero por fin llegué a lo más alto, estaba muy cansada, mis piernas estaban doloridas, pero sonreí, porque había conseguido mi meta y allí me esperaba una casa preciosa.

Entré, me asomé a la ventana y me dio vértigo, estaba a mucha altura y no podía mirar hacia abajo, decidí mirar siempre al frente y disfrutar de lo que tenía, aunque no se me olvidaban los duros escalones que tanto me habían enseñado y que tanta madurez me habían aportado.

Sin duda había aprendido mucho de mis pasos, también de las zancadillas y de la gente que había dejado por el camino, de los cuales, de algunos, guardo un grato recuerdo, a otros los había olvidado y otros habían subido conmigo, acompañándome, y ahora eran mis mejores vecinos.

Cada día yo subía a la azotea a contemplar el cielo, a respirar aire puro y a agradecerle a Dios que me dejara disfrutar de aquello.

Algunos días calentaba mucho el sol y yo me tendía en el suelo para sentirlo. Otros, estaba nublado y yo me ponía algo triste.

Cuando hacía frío me abrigaba, subía a la azotea, buscaba un rayito de sol y me sentaba en él. Los días templados me gustaba observar los edificios de al lado, me preguntaba quien viviría en ellos y si yo algún día los podría visitar. A veces, de madrugada, subía y me sentaba para ver como las estrellas se fundían con el alba. Hubo veces de asomarme al borde y mirar hacia abajo, las personas se veían como hormigas, me daba mucho miedo y enseguida volvía a casa.

Pasaron unos cuantos años más, un día estaba muy tranquila en casa y sentí un escalofrío, me abrigué y subí a la azotea, el cielo estaba raro, de un color que yo nunca había visto, parecía que se acercaba una gran tormenta de granizos, me asomé al borde para observar a la gente y de repente sentí como dos manos me dieron un fuerte golpe en la espalda, empujándome al vacío.

Se me cortó la respiración y no pude gritar, tan sólo me daba cuenta de que estaba cayendo.

Temía la llegada al suelo, pero el trayecto era interminable, tardé días en caer.

Mi corazón bajaba roto, no notaba ningún órgano dentro de mi cuerpo, era como si estuviera hueca, sólo notaba mi cerebro que estaba centrado en la caída y a la vez se preguntaba el por qué me habían empujado.

Veo como avanzo hacia el suelo, ya casi estoy llegando, mi cara se va a estrellar contra el asfalto, no se si mi verdugo me está mirando o quizás haya corrido más rápido que yo y en el último momento aparecerá para salvarme.

De repente veo que sale gente a la calle para verme caer, sus caras reflejan horror, pero un puñado de ellas corre a ponerse debajo de mí, ponen las manos en alto para amortiguar el golpe.

Según me acerco a ellos veo durante un segundo sus caras, las conozco todas, son mis hermanos, mi familia y mis amigos.

Veo que no falta ninguno, incluso hay gente que yo no esperaba y enseguida noto sus manos que me agarran y no dejan que me estrelle contra el suelo.

Sin soltarme, me llevaron lejos de allí, mientras iban andando, yo vi como caía algo del mismo edificio que el mío ¿serían las manos que me empujaron?

Enseguida vi que sí, saqué fuerzas no sé de donde y le grité:
-“¿Por qué?” 
La gente que me llevaba no quería que yo viera aquello, algunos me decían que no mirara hacia atrás, otros me decían que, si quería, que fuera a pararle el golpe y otros me dijeron que sonriera a mi enemigo, porque Dios era el encargado de darle su merecido, no yo.

Me paré, pensé y reflexioné y creí que lo mejor era lo que había pensado siempre, debía seguir mirando al frente, no mirar ni abajo ni atrás. Ya no me sentía hueca, mis órganos empezaron a funcionar, me cogí la muñeca para sentir el pulso de mí corazón y me dí cuenta de que estaba viva y ahora más que nunca iba a ser yo misma.

Ahora mismo estoy enfrente de un edifico nuevo, sé que el camino será duro, pero también sé que de sus puertas saldrá gente maravillosa, gente como la del otro edificio, a la que jamás, por mucho que haga, podré agradecer todo lo que hicieron por mí.

También saldrá gente de la otra, de la que pone la zancadilla, pero ahora estoy más preparada, más curtida y procuraré caerme menos, aunque si me caigo me volveré a levantar porque mi objetivo es llegar a la azotea y disfrutar del camino.

Ya estoy en el primer escalón, miro hacia atrás y veo a toda mi gente dándome ánimos:
-“Sube, sube y mira sólo al frente. Cuando tengas algún problema… llámanos.”
Una lágrima rueda por mi cara, mi corazón late muy fuerte mientras se pregunta si merece tanto, tanto, tanto cariño.

Miro la escalera, respiro hondo, con paso firme subo el segundo escalón, el tercero, el cuarto… En el tercer piso se oye música, suena una canción de Fito y Fitipaldis, yo la tarareo, para que el camino sea más entretenido:
“Cuando ya no sirven las palabras, cuando se ha rajado la ilusión, me emborracho con whisky barato, a ver se me escuece el corazón. Quiero ser tan duro como el hielo, pero me derrito con tu olor, quise hacer un cielo en el infierno a ver si acertaba por error…”
Hay que mirar siempre al frente, los que nos hacen daño... quedarán atrás y vivirán, quieran o no, la vida que se han labrado y que se merecen.

Un besu muy fuerte a todos los que lu necesitéis hoy.

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